-
- El
seminarista de los ojos negros
I
Desde
la ventana de un casucho viejo,
abierta en verano, cerrada en invierno,
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
Baja la
cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin mas nota alegre sobre el traje negro,
que la beca roja que ciñe su cuello
y que por la espalda casi rosa el suelo.
II
Un
seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resulto;
la negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
El solo a hurtadillas y con el recelo
De que sus miradas observen los clérigos,
Desde que en la calle vislumbra a lo lejos
A la salmantina de rubio cabello
La mira muy fijo, con mirar intenso.
Y
siempre que pasa le deja un recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
III
Monótono
y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.
Desde
la ventana del casucho viejo,
Siempre sola y triste rezando y cosiendo,
Una salmantina de rubio cabello
Ve todas las tardes pasar en silencio
Los seminaristas que van de paseo.
Pero no
ve a todos; ve sólo a uno de ellos;
Su seminarista de los ojos negros.
IV
Cada
vez que pasa gallardo y esbelto,
observa a la niña que pide aquel cuerpo,
en vez de sotana, marciales arreos.
Cuando
en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla: -¡Te quiero!, ¡te quiero!
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña
entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.
V
En una
lluviosa mañana de invierno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.
Un
seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro
con
la beca roja por encima cubierto,
y sobre la beca el bonete negro.
Con sus
voces roncas cantaban los clérigos;
los seminaristas iban en silencio,
siempre en dos filas hacia el cementerio,
como por las tardes al ir de paseo.
La niña
angustiada miraba el cortejo;
los conoce a todos a fuerza de verlos...
Tan sólo, sólo faltaba entre ellos,
el seminarista de los ojos negros.
VI
Corrieron
los años, pasó mucho tiempo...
Y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
La
labor suspende, los mira, y al verlos,
sus ojos azules ya tristes y muertos,
vierten silenciosas lágrimas de hielo.
Sola,
vieja y triste, aún guarda el recuerdo
¡Del seminarista de los ojos negros!

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